«De tiempo somos. Somos sus pies y sus bocas.
Los pies del tiempo caminan en nuestros pies.
A la corta o a la larga, ya se sabe,
los vientos del tiempo borrarán las huellas.
¿Travesía de la nada, pasos de nadie?
Las bocas del tiempo cuentan el viaje.»
Eduardo Galeano[1]
Quise comenzar esta reflexión sobre la oralidad cotidiana y artística ligada a una experiencia puntual, en la que las tecnologías incidieron positivamente, de manera re-humanizante, en esta práctica diaria -pero no menos compleja- que es la comunicación humana, convocando la elocuencia poética del autor uruguayo Eduardo Galeano; que tocando las fibras más íntimas de nuestros sentidos, emociones y necesidades, logra explicar nuestra esencia hecha de palabra sonora, palabra viva (el lenguaje verbal y los lenguajes no verbales, corporales: miradas, ademanes, gestos, posturas, movimientos, matices de la voz, silencios, ritmos…) y tiempo, para dar sentido a nuestras búsquedas, hallazgos, deseos, existencia, y poder así contar-nos.
Es necesario destacar que la comunicación oral, la oralidad, no es patrimonio exclusivo de nadie en especial (ni de profesores de letras, ni de artistas, ni de poetas o comunicadores), es, necesariamente, de todas, todos.
Pero además, somos los únicos seres de lenguaje y tiempo y con sentido de “trascendencia”; conscientes de nuestra temporalidad, nuestra finitud. Ningún otro animal se pregunta por sus ancestros, ni se preocupa por lo que será de él «mañana».
Ningún otro animal necesita nombrar el mundo con los demás, y al hacerlo, crearlo; por lo que, contar con otros, contar-se, es tan importante para los seres humanos: porque así nos hacemos visibles y somos capaces de imaginar qué y cómo moldear la realidad, cambiarla para lograr satisfacer sueños y necesidades.
Y hemos creado lenguaje y tiempo para medir nuestros goces y sufrimientos, nuestros logros y caídas en el paso por este mundo, también y en todas las culturas, instauramos ritos para ir señalando en nuestro camino cada uno de los instantes supremos, de los momentos más significantes en el cuento de nuestras vidas.
Pero, en las sociedades que habitamos, de oralidad y escritura totalmente secundaria (donde no se le da valor a la palabra empeñada, ni a la escrita -aunque sean leyes o contratos-), las valoraciones sociales se rigen por lo mercantil, por el “señor don dinero”, por aquello que puede ser negociable y garantizar ganancias. El afán de lucro se extiende a todo lo que somos y lo que nos rodea, justificando hasta la propia destrucción individual y colectiva.
En el fondo, esta distorsión de lo que es “valioso”, pone el énfasis en lo inmediato. Las tecnologías y redes sociales, tienden a acentuar más aún este “deber ser consumista” y satisfacer casi de manera urgente deseos de bienes y servicios de gratificación efímera, para que nos puedan crear la ilusión de que necesitamos otros bienes y servicios más novedosos, en una cadena casi infinita de la que podríamos prescindir seguramente.
Lo realmente necesario queda oculto, más no perdido, porque esa necesidad de reencantamiento de los espacios cotidianos y más simples de nuestra existencia –y seguramente los más importantes o trascendentes– siempre está latente, porque es la que nos renueva la maravilla de nuestras vidas y nos hace soñar; y, como dice Cora Weiss «Cuando soñamos solos, el sueño es únicamente un sueño. Pero cuando soñamos juntos, el sueño se empieza a volver realidad».
Ese “contar con otro/a” ese soñar juntos es una ceremonia de presencias, donde al echar a volar la voz, construimos redes de palabras que nos fortalecen, nos hacen resistir, nos alegran, nos abrazan, nos reinventan, nos iluminan; ese hablarnos compartiendo un mismo “aquí y ahora”, un mismo presente en espacio y tiempo, ese ritual cotidiano y ancestral a la vez, es irreemplazable. Ni las más sofisticadas tecnologías, ni artificios de inteligencias no humanas, pueden superar el impacto con-movedor, ese vibrar junto con otras personas conversando y mirándose directamente a los ojos, desde lo más profundo de sus sentires, donde hasta el menor de los gestos, el más leve suspiro, o la aceleración del pulso, puede modificar toda percepción, toda lectura que hacemos de ese primer libro vivo, “parlante”, que todos “leemos” desde que nacemos: ese otro ser humano que nos cuenta, nos abriga, nos abraza, nos acuna, canta y nutre…
Como ya he señalado, la oralidad, la comunicación oral de la que nos valemos todas las personas del mundo para aprender, intercambiar, conocer, soñar, transformar, crear, hacer y ser; se vale de las palabras que adquieren sentidos diferentes según de qué manera las decimos, cómo las decimos, con qué gestos y en qué circunstancias las decimos.
Y, las tecnologías y medios masivos de información (también des-información), que no de comunicación, en su utilización exacerbada y acrítica, han propiciado enfermedades sociales como el individualismo, el egoísmo, la escasez de sentido crítico y de pertenencia/identidad, la masificación y desmemoria, la aculturación y alienación, el consumismo insensible, la disgregación, la inercia de la incomunicación desde la «comunicación» misma, .la hegemonía del pensamiento que nos hace más manipulables. La lista es más larga, pero, entre todas esas enfermedades, voy a detenerme en una: la soledad (aún en compañía).
Consciente de lo antes expuesto, desde mi hacer artístico en general y como narradora oral, en particular, he tenido muchas oportunidades y experiencias que confirman el poder humanamente dignificante de esa palabra viva, pronunciada con las y los demás. Y en consecuencia, asumiendo un compromiso de vida con este oficio, en forma personal y conjunta con movimientos artísticos-culturales, con instituciones y agrupaciones sociales, a lo largo de este trayecto vital, hemos ido propiciando la recuperación de espacios sociales para el encuentro en el arte, las lecturas y, fundamentalmente, en la palabra que cuenta y nos cuenta.
Pero ¿qué sucede cuando esos espacios no están o no logran generarse? O mejor ¿qué sucede con las personas que no pueden llegar a esos espacios? (por razones diversas: de movilidad, de salud, hábitat, y otras) ¿Cómo generar la accesibilidad a estos encuentros?
Pues allí, las tecnologías nos han servido como puentes de ida y vuelta, que no pueden reemplazar en forma completa el impacto del hecho compartido en el mismo espacio/tiempo, pero que -aunque de manera diferida-, nos permiten seguir comunicándonos, imaginándonos y propiciar el encuentro de voz a oído, de oído a voz, de cultura a cultura, de hogar a hogar, a pesar de las distancias.
Hace muchos años, fui convocada por un programa radial (en una radio muy popular) que salía en directo los días sábado de 5 a 9 de la mañana, con un radio de llegada muy extenso: toda la provincia de Santa Fe e, incluso, provincias vecinas. En principio, me pidieron que contara un cuento para audiencia adulta, que era a quien se dirigía el programa. El programa trataba temas del agro, del campo, del comercio, de recetas y labores domésticas y otros contenidos de actualidad. Desde la coordinación del programa me dijeron que no era necesario que yo fuera hasta la radio, que me llamarían por teléfono (de línea) a las seis de la mañana y que tenía unos diez minutos para contar alguna historia “feliz”, ya que ese sábado “lamentablemente, debemos dar unas cuantas malas noticias”, me expresaron.
Acepté, y aquel sábado, apenas terminé de contar la historia que había elegido, me llamaron para decirme que mucho público se había comunicado con la radio, felicitando la iniciativa y que “se habían pasado un momento grato, de relax y que por qué no lo hacían más seguido…”. Y, de inmediato, los productores del programa me dijeron que les encantaría el programa tuviese un micro de cuentos todos los sábados, pero que no tenían dinero, que las cosas en el país estaban malas, y que los sponsors, etc., etc., etc… Ya se imaginarán lo que vino: no podían pagar por mi trabajo. Y sí lo tomé, porque si bien significaba una disponibilidad de tiempo y recursos extra: estar al teléfono cada sábado, una adecuación diferente de cada cuento (porque a diferencia del acontecimiento en presencia donde los gestos e intenciones reemplazan muchas palabras, aquí contaba sólo con la voz para hacer este viaje de palabras, memoria e imaginación), un repertorio que debía multiplicarse, diversificarse… El desafío era la llegada del poder de evocación, reinvención y transformación de los cuentos, a muchas más personas que se sintieran “tocadas”, conmovidas, también escuchadas –de algún modo-, al menos por unos minutos semanales.
Son muchas las anécdotas que podría relatar y que se produjeron a lo largo de los cuatro años que duró ese programa, todas conmovedoras. Pero solo voy a relatar una que servirá de antecedente al proyecto que luego desarrollamos como Biblioteca Popular Juglares sin Frontera, en la costa de Santa Fe.
Uno de esos tantos sábados de cuentos por teléfono, trasmitidos en directo por la emisora radial, narré la historia de un comisario de pueblo que se fue a pescar y se llevó el pescado todavía vivo y lo crió en una palangana. Y el pescado se hizo “casi humano”, hasta le hacía de escribiente cuando alguien iba a hacer una denuncia, y otras tantas otras exageraciones. Pero un día en que el comisario decidió pasear a caballo, llevando a su amigo pez, éste, se le cayó a la laguna y casi se le ahoga. Total, que terminó el cuento, cuelgo el teléfono, y a los cinco minutos me llama un señor mayor, que se identifica y me dice que la radio le proporcionó mi teléfono, porque había tenido “tanta mala suerte que la radio se quedó sin baterías antes de que se termine el cuento” y me pidió (casi suplicando y contándome lo solo que estaba y de cuánto se había identificado con el comisario y el pescado), que, por favor, le contase el final. Por supuesto accedí… y luego del final, todavía el señor me contó más de su vida y de cuánto le acompañaban mis historias.
Como dicen los cuentos… “pasó el tiempo y pasó…” y llegó la pandemia, y de pronto, la Biblioteca Popular que creamos hace más de dieciséis años en la costa de Santa Fe (y que funciona en parte de mi casa, porque nunca conseguimos un lugar alternativo para organizarla), tuvo que cerrar sus puertas y la atención al público. Pero como saben que allí vive mi familia, comenzamos a recibir llamados telefónicos de asociados, y aún de no asociados, que preguntaban si podían ir aunque sea a retirar un libro, o a devolver material, o si podían asociarse…, pero, en realidad, la llamada era la excusa para quedarse al teléfono hablando de todo y de nada, hasta que, de alguna forma aparecían el miedo y la soledad.
Fue ahí que conversando con algunos amigos y amigas, compañeros de trabajo, decidimos lanzar un proyecto que se llamó “En casa, soles mayores sin soledad”. Un juego de palabras que incluyó parte de los slogans del momento (“nos quedamos en casa”), sol: luz-sabiduría de los mayores ahuyentando la soledad. Se formó una cadena por whatssap para que día a día, todas las personas que lo requerían (no solo adultas mayores) recibiesen un mensaje que, al menos por un momento, les hiciese sentir acompañadas, esperanzadas sabiendo que quienes enviaban su mensaje estaban pasando por similar o idéntica situación.
La propuesta fue por redes sociales y por whassap:
“La Biblioteca Popular Juglares sin Frontera convoca -muy especialmente a adultas y adultos mayores- a sumarse a
#encasasolesmayoressinsoledad, con Sólo ARCHIVOS DE AUDIO, enviados por whatssap (al número indicado en la imagen) para compartir y reenviar a otras y otros adultas/os mayores que se sienten solos (soles) en este aislamiento, o simplemente tienen ganas de compartir sus saberes. Por audios de no más de cinco minutos, podemos hacer llegar estos abrazos de palabras y arte, también a los adultos que están en condición de calle u otras situaciones de vulnerabilidad, o que cuenten con aparatos no muy modernos. Los mensajes deben incluir presentación de la persona que envía el audio, en qué parte del mundo se encuentra y qué va a dedicar a los demás (cuento, anécdota, poema, música, lectura, receta).
Desde ya muchas gracias porque la Biblioteca sabe que cuenta con cada una, uno de ustedes.
La voz se multiplicó por los teléfonos celulares, y los mensajes llegaron de muchos lugares de Argentina y del mundo. Y a esas personas también se las sumó a la red, y todas, recibían cada día un nuevo mensaje. Por lo general se mandaban al atardecer, porque se iban procesando los que recibíamos durante el día, e íbamos eligiendo el orden en que los enviaríamos: un mensaje por día. Si por alguna razón nos retrasábamos, “nuestro auditorio en la nube”, reclamaba: “hoy ¿no hay cuento?”, “no me llegó aún el mensaje”…
Por cada celular llegaron voces de artistas afamados, y voces de gente no artista, todas importantes, hasta indispensables, porque todas, todos, estábamos atravesando la misma situación, y este proyecto nos mantenía ocupados (imaginando lugares lejanos, otros mundos, conociendo otros acentos, otras costumbres, resistiendo): “curándonos de palabra”.
Hoy vuelvo a escuchar mensajes, a mirar algunos videos que también enviaron, y revivo no sólo cada instante, sino a muchas de esas personas a las que el COVID o la vida misma se llevó. Y me repito: contamos para que otras cosas sucedan, para no olvidar y para que no nos olviden.
[1] Galeano, Eduardo- Bocas del Tiempo- Siglo XXI España Editores, 2004:04
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