
Protección, espinos, sierras, lobos, bestias del bosque, emplomadas piedras, enfiladas rocas, secretos, habilidades astucia, cálculo, razón, certeza, en el centro de aquella fortaleza, se erigía la torre del Alquimista.
Era tan alta, tan resplandeciente, geométricamente perfecta, con superficies y detalles tan finos… sumamente atractiva a los sentidos. Fue poseída por un hombre. Era hijo de familias acaudaladas de las tierras del aceite. De niño, había vivido en excelso lujo. Todo estaba a su alcance.
Podía ver las más lejanas tierras, a través de su paladar, jugar con maravillosos juegos de mente, correr por las guardadas galerías, ver construir imponentes catedrales, castillos y majestuosas casas. Podía palpar el trabajo terminado del cincel sobre la piedra. Pasaba horas: acariciando las suaves paredes marmoladas y rozando sus dedos sobre las rugosas formas geométricas en las altas torres. Perseguía, a los maestros constructores, por donde ellos fueran. Los imitaba, tomaba las escuadras, compases. Ya de chico gustaba del orden y de ordenar.
Los años y experiencias pasaron. De aspirante se convirtió en maestro. Construyo edificaciones, alzó imponentes catedrales y castillos. Todas hechas a tiempo. Su inteligencia, producto de aquellos juegos de mente, había logrado que la piedra dejara de ser rugosa. Pero a sus ojos, esta, no había logrado la perfección. Sin lograr la solución en ese mundo, cansado de no poder ejecutar su visión, con indignación sincera, cargó todos sus instrumentos, herramientas, andamios, ábacos, libros en latín y árabe, planos y bosquejos.
Con el andar trazado, agitó las riendas en el sentido del fin del camino. Su destino se hizo fin. Rodeado de aquella fortaleza descripta al inicio de este relato. El desempaque de sus bártulos fue el inicio de la construcción de un importante monumento. Fue dominio sobre la piedra, el metal y el tiempo.
Su edificación sería tan elevada que haría reír a las nubes. Desde allí, podría ver hasta los cuatro confines del mundo. Tendría la visión de lo que estaba por venir. Deseaba, desde ese lugar, poder ayudar a la humanidad, a organizarse, a ordenar sus vidas.
Se propuso terminar su obra en cien días. Culminaría cada piso de la torre al final de cada día.
El había sido maestro, no había sido obrero, no había sido oficial. -¿Cómo erigiría aquel estandarte?- se cuestionó. Fue, en ese momento, cuando concluyó, que requeriría de ayuda. – ¿Qué haría?- se preguntó- ¿Podría volver a la ciudad y buscar ayuda?. ¿Pero que lograría con esto?. Y se cuestionó: -Si en ella, no he podido hacer realidad las obras que he planificado-.
Desesperado, sin querer caer en la admitida derrota. En un último juego, fue príncipe de aquel rey que podía hacer lo que era y lo que no era. Este Rey le proporcionó de conjuros e instrucciones precisas para obtener lo que hiciera falta. Nada, le podía faltar. Seria, Ídolo, de aquella humanidad tan necesitada.
Bajo el golpe del martillo, engarzó todas las piezas que le había dado aquel Rey. Veía aparecer de la nada, un rostro, facciones, manos y pies. Advirtió que le faltaba una pieza. -¿Donde la habría perdido?- pensó. Busco durante nueve días y ocho noches, hasta que a la media noche del último día, encontró lo que parecía ser era la pieza faltante. ¡Que alivio sintió!, esta era negra. Exclamó: -¡Cómo no iba a perderla!, si era diferente a todas
las demás- En un último atropello de la masa sobre esta, la engarzó’en aquel frío cuerpo. Quedó firme, sobre el articulado artefacto. Este como si tuviera vergüenza del color contrastante de este último engarce, la absorbió hacia su interior, como escondiéndola. Era perfecto, todo blanco, era puro, era el obrero que fielmente acataría sus órdenes. El maestro y el obrero · fueron uno. El obrero por ser un artefacto, no pedía nada a cambio de las ordenes que su maestro le daba. Una conjunción interesante. Maestro feliz, obrero contento.
Pasados noventa y nueve días. El maestro subió hasta lo más alto de la construcción. Ya no podía contener más su deseo de tener aquella visión.
Alquifacto, el trabajador, le vio llegar desde lo llano. Parece ser, que, para el Maestro, el último día nunca llegó. Todos podemos conocer cómo.,,. él , termino el último día. Todo estuvo a su alcance.
Aunque nunca fue terminada la construcción, los viajeros le llamaban la torre de los cien niveles.
Alquifato quedo allí, sin poder comprender donde había ido su amo.
Pasaron meses y años, no pudo concluir: que era lo que había pasado.
Hasta que, un día de excelso viento, trajo a sus vitrios ojos, un fragmento de papel. Exclamó: -¡Una orden!, leyó: «Termina lo que inicias». Entonces vio el fin: organizar y ordenarla humanidad. Aunque, parece ser que una falla en su interior fue la que ‘no le permitió quedarse allí, al no tener a quien servir.
Cargo todos los instrumentos, herramientas, planos, libros, andamios, y se dirigió a la ciudad.
Por la puerta grande, erguido sobre el carromato tirado por un par de blancos caballos, se lo vio entrar, acompañado por la mirada de todos aquellos sorprendidos por tanta blancura. Los deslumbrados rostros le llevaron a la plaza central.
Con el rozar de sus pies sobre la tierra, comenzó la construcción de una torre de cien pisos. Métricamente en el centro de la plaza. Dorada, con cristalinos decorados, escudos, geométricas formas, son las palabras que la describieron.
En el ultimo nivel de la torre, el piso cien, construyo cuatro rostros. La cara límpida de su maestro.
En la ciudad, no se hablaba de otra cosa más que de aquella preciosa, modélica y unificadora edificación.
El gobernante de la ciudad y el Maestro constructor, quisieron hablarse.
Los cristalinos ojos de Alquifacto, el artefacto, reflejaron los planos del edificado a ser erigido, los ojos del gobernante emanaron su deseo. Esta seria: «La ciudad de las torres». Cada ciudadano, tendría una para sí. Todos serian iguales. Sin oratorias, proclamas, ni demoras banales, el plan se puso en su marcha. Todos se levantaban a la misma hora y dormían a la misma hora. Tendrían los mismos techos … eran obedientemente iguales. Algunos revoltosos quedaron en la periferia de la ciudad, donde desde las torres, con horizonte mirada, no se les podía ver. Se les llamaba los holgazanes: seres que solo eran lo que querían ser y más no podían ser.
Vivían de su propio mendigante trabajo. Sus casas eran humildemente de un natural multicolor. Sin ofrecérselas, no se negaban a compartir las riquezas de sus terrenos con los constructores. Para los hombres de la ciudad, estos eran invisibles, pues cerraban las puertas de sus torre casas en sus caras, les atropellaban con sus carros, les lanzaban injuriantes palabras como si estos no estuvieran.
El tiempo transcurrió. Los ciudadanos comenzaron a sentir diferentes afecciones en su visión, audición y corazón. De una dolencia tal, que los más ilustrados doctores, allí presentes y los por venir, no podrían curar. El húmedo dolor se propagaba, mudo, inconsciente, somnoliento, enajenado e igualitario.
Las torres siguieron allí. Cada una de estas, con su propio nombre, pero en cada una de ellas, la peste entró. Cada estandarte era distinto, pero la pestilencia a cada una de ellas invadió. Todos vestían diferentes, pero en su semilla entró. Y en el fruto de estas semillas, se propagó.
Los niños, por serlo, jugaban. En ese juego, de risas, el llanto apareció. Las cristalinas lágrimas ígneas, cayeron sobre esa tierra y esta ardió. El fuego, fue quien pudo detener el avance de aquella enfermedad. Los constructores, encolerizados, encontraron un culpable; aquel artefacto, con boca, oídos, pies y manos, unidos a un cuerpo, que había traído ese mal a aquel terruño. Tomaron, sus masas, cinceles, tridentes, barretas, ballestas, y todos juntos, fueron a su encuentro.
Rodeando, los golpes de los hombres, no pudieron destruir a aquel artefacto. Ni la perfección constructiva, que seguían viendo con sus ojos, les ayudo a encontrar los certeros golpes que pudieran desensamblarlo.
¡Desahuceados!, cada uno subió a su torre. En el piso cien, pidieron una respuesta. La tuvieron. El que podía ser el que no era y lo que era. Apreciando tan excelso dolor, les envió un cofre. Este, apareció repentinamente en el centro de la plaza central. Majaderos, bajaron desde lo más alto, ansiando abrir aquel baúl. Se oyó en sus corazones:-¡ Que bueno es este Rey!-. Abrieron el baúl. Un plano y fragmentos de duro metal, lo rellenaban. Los hombres, instruidos, comprendieron rápidamente las instrucciones descriptas en las perfectas líneas, puntos y curvas. Manos en obra, el fin de aquellas instrucciones, se manifestó brillante, resplandeciente, más perfecto que aquel artefacto que tantos males había traído. Este nuevo, tenía un nuevo fin, pulverizar al anterior. Con ahínco tal, que los fragmentos no pudieran ser palpados por los perfeccionados constructores. Del resto se encargó la naturaleza. Luego de catorce días de intenso viento, los diminutos fragmentos se arrastraron moribundos hasta los suburbios de la ciudad. Donde, allí, los hombres pudieron verle. Con diminuta paciencia recolectaron cada uno de los fragmentos. Con el polvo negro y una pizca de blanco, dejaron que aquel que hace lo que es, hiciese. Así, fue parte de todos.
Al blanco polvo, recolectado, lo pusieron en un saco de fina ceda. Y como a un niño de madre desesperada, lo dejaron al pie de la puerta de la más opaca torre de la ciudad. Ahí, vivía un alquimista. Polvo, fuego y agua, reconstruyeron al albo Alquifacto. Ahí, estaba, era uno más. La noche siguiente, otra bolsa de fina ceda, estuvo ante la misma puerta.
La luz del día, produjo el inevitable hallazgo. Alquifacto, subió, paquete en mano, hasta el último piso, pero en esa torre no lo encontró. En lo alto, desligó sus ataduras, miró en el interior y allí encontró. Y con su encuentro, jugó, jugó y jugó.
Nota del autor:
Este cuento tiene conceptos medievales del Catarismo del siglo XII. Si bien es un relato de fantasía determinados conceptos utilizados están relacionados con dicha religión.
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