¿Quién es “el otro”?

El otro

Ante a un escrito de Gustavo , titulado “La automatización y el otro” me quedé pensando: ¿quién es “el otro”? ¿El/la otro/a/e para mí es el mismo otro/a/e para usted que me está leyendo? ¿Cómo se constituye el otro como otro? En lo que sigue, no se asusten, no pretendo realizar un sesudo análisis filosófico, sino invitarlos —invitarlas, invitarles— a pensar estas cuestiones a la luz de los últimos acontecimientos nacionales y mundiales. Me refiero, desde ya lo adelanto, no solamente al desarrollo tecnológico imparable que ha transformado absolutamente las relaciones sociales, sino específicamente a las consignas del conservadurismo mundial, esta nueva/viejísima derecha que se recicla y vuelve a aparecer revitalizada, cuando pensábamos que ya habíamos ganado la partida.

Cuando yo, Eliana —o usted que lee, póngale el nombre que sea— pienso en un “otro” estoy marcando con trazo grueso e indeleble los límites de mi propio yo, las fronteras, más allá de las cuales sitúo a otro/a, quienquiera que sea. Asimismo, en ese mismo movimiento, estoy autoafirmándome: yo soy esto, yo soy esta, todo lo demás (todos los demás, todas las demás, todes lxs demás) son “el otro”. Y esto no es un dato menor ni necesariamente malo, al contrario: es fundamental para la construcción de mi propia subjetividad. Sin embargo, en grados extremos, si esas fronteras que erijo entre “yo” y “el otro” son inexpugnables, no son permeables, no permiten “el paso”, la fluencia, el intercambio, es posible que emerja el individualismo, el egoísmo, el sálvese quien pueda, el solipsismo más intenso.

La otredad es la diferencia más absoluta, es todo lo que no soy yo. Hasta aquí nada nuevo. Ahora bien, ¿qué pasa si yo me instituyo como centro absoluto, como mirador elevado desde el cual atisbo —y juzgo— todo lo que está por fuera de mí? ¿Qué pasa si empiezo a creer que yo soy la norma, y el resto —el otro/a/e— debe adaptarse a mí? ¿Qué pasa si creo que yo —que ‘soy la norma’— debo dictar (o juzgar) cómo debe vivir el otro, qué debe creer, qué debe sentir, cómo debe vestirse, qué debe desear, qué aspecto debe tener, qué origen, qué identidad sexual, qué orientación, qué billetera, etc.? ¿Qué pasa si mi autoafirmación —necesaria para todo ser humano— se desliza hacia una actitud excluyente? ¿Qué pasa si, para autoafirmarme, necesito depositar en ese otro/a/e mi odio, si necesito asignarle peligrosidad y culpabilizarlo/a/e de mis males o problemas? ¿Qué pasa si, efectivamente, en mi autoafirmación personal o como grupo, empiezo a pensar que el otro es un otro que necesita ser eliminado para que yo me desarrolle? Sucederá que en primer lugar procedería a estigmatizar a ese otro/a/e, a desvalorizarlo, a no reconocerle sus derechos, a cosificarlo, a volverlo un objeto y un estorbo, para luego poder desecharlo como quien desecha un residuo.

En las últimas semanas, hemos asistido azoradxs a las declaraciones —y luego las medidas— del presidente Trump respecto de todas las personas que él constituye en “otros” desde su yo supremacista-blanco-rico-heteronormado. Así, se desató en Estados Unidos una verdadera caza de brujas sobre migrantes, colectivo LGTBIQ+, personas pobres y vulnerables, mujeres, entre otros.

En Argentina, el sucedáneo imitador de poca monta, pero idéntica peligrosidad que ejerce el poder, atizó el alineamiento vergonzante con el norte desde su discurso en Davos. El mismo que declaró hace un tiempo que no iba a pedir perdón por ser hombre, rubio y tener pene[1], es el que descargó su discurso de odio en contra de todos los que desde su torre de marfil considera “otro/a/e”, y por tanto peligroso y digno de desprecio. Es el mismo que juró perseguir hasta lo último de la tierra a los que él considera “zurdos hdp” (todos los que no son él): mujeres, personas trans, gays, lesbianas (todo el arco de la diversidad), y ya lo había hecho antes con los viejos, los enfermos, las personas con discapacidad, los migrantes.

Un filósofo lituano de origen judío que padeció las migraciones por causas de guerras y estuvo en campos de concentración, Emmanuel Levinas, es el pensador que más trabajó el tema de la otredad en el siglo XX[2], y trazó una ética que fue retomada muchas veces y desde diferentes ángulos por otros pensadores después de él. El otro, dice Levinas, no es otro porque yo lo coloque en esa otredad, sino porque es absoluto, “infinito”, dirá. Pero esa otredad, lejos de ser un peligro, es una demanda: el otro se me muestra, adviene, a mí y me dice “no me mates”. El rostro del otro, dirá, humano y vulnerable, se me presenta sin defensa, y en ese contexto el “no me mates” no es un pedido, sino una demanda que no puedo desoír.  Frente al reclamo de ese otro, continúa, no cabe otra respuesta ética que el “heme aquí”. Soy, sigue explicando Levinas, en tanto que soy para otro, por eso la primera filosofía no es la ontología (la filosofía sobre el ser) sino la ética: porque, antes de ser, soy-con el otro.

Por supuesto que no le estoy haciendo justicia en un párrafo a la vasta obra de Levinas, y de antemano me disculpo por eso. Pero quería esbozar estas líneas generales para que podamos pensar, por el curso que va tomando el mundo en este capitalismo tardío, este neoliberalismo global, esta emergencia de las ultraderechas que prometen “exterminar” a aquel que ubican en el espacio de la otredad (siempre por sus intereses mezquinos o su supremacismo inhumano). Para que podamos pensar, decía, cómo podemos revertir esta situación, o al menos trabajar en lo micro generando espacios de resistencia frente a esta ola que parece imparable.

Y, en este sentido, Levinas nos puede ayudar: ¿cómo sería un mundo, una sociedad, en la que todos/as/es respondiéramos a ese llamado ético del otro que nos adviene, que nos reclama, que nos demanda una actitud ética? Claro que Levinas no pudo vislumbrar lo que sucedería en estos tiempos y quiénes serían los/las/les vulnerables hoy. Sin embargo, su propuesta ética es iluminadora: ¿cómo sería el mundo y la sociedad si no viviéramos la vida como una carrera de supervivencia del más apto, en la que valen todas las astucias para pisar cabezas, sino como un caminar comunitario en el que el/la otro/a/e me demanda una actitud ética, la de reconocerlo/a/e en su absoluta otredad sin intento de etiquetarla, desacreditarla, menospreciarla o excluirla, y a la vez reconociendo a ese otro como par, tan digno como yo? ¿Cómo sería el mundo, finalmente, si mi vida fuera con y por ese otro?

No me gusta la palabra “inclusión”, porque da por sentado un sujeto que incluye y uno que es incluido, y eso para mí implica una asimetría de poder que no me parece justa. Sin embargo, reconozco que hay una falencia del lenguaje para nombrar esa sociedad y esa actitud en la vida donde el/la otro/a/e es reconocido/a/e porque es digno, no porque yo lo reconozca y, por lo mismo, tiene lugar por sí, no porque yo se lo dé.

Quizás usted piense que es una utopía impracticable.

Frente a los discursos de odio que proliferan en nuestro país, que son la fuente de una generalizada actitud de odio que cada día fabrica más excluidos, yo creo que esa utopía es la única opción de vida que elijo tomar. Es más: no creo que el mundo tenga futuro si no hay una revolución ética de este tipo. De este tipo, insisto, no del tipo que pregonan estos personeros de la deshumanización y el odio más extremos.

Todos somos otros/as/es. Todos somos dignos/as/es. Todos reclamamos “no me mates”, no me mates en mi ser otro/a/e, no me mates en mi ser par. Por último, todos, todas, todes deberíamos responder al llamado del “rostro del otro”.

Para que el mundo siga existiendo.

Para que sea más habitable.

Para que la vida de las mayorías no sea la precariedad más absoluta.

[1] Fue el 14 de mayo de 2022 en el programa de Viviana Canosa.

[2] Ver, por ejemplo: Totalidad e infinito, Entre nosotros: ensayos para pensar en otro, Ética e infinito, Humanismo del otro hombre.

Acerca de Eliana Valzura 7 Artículos
Lic. en Letras (UBA), Lic. en Filosofía (UNTREF), Mg. Teología (FIET/SATS). Editora y correctora literaria Directora de Ediciones Diapasón Docente y escritora.

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