Los procesos sociales, como los individuales, requieren de condiciones y procesos prolongados en el tiempo para poder lograr determinados objetivos de educación y fortalecimiento que produzcan un cambio favorable para el progreso. Las personas sometidas a las necesidades básicas insatisfechas, la marginación, injusticia y la pobreza viven un estado de enajenación por causa de llevar una vida sometida a la continua vejación de sus derechos, y condiciones humanas de desarrollo y subsistencia. En nuestro llamado “tercer mundo” la particularidad creciente y preocupante es la marginación y el no trabajo, o lo que es lo mismo el subsistir con las changas. Sabemos muy bien cómo trabajan los procesos centristas desde su acaparamiento de riquezas, posibilidades y dominación cultural. Factores que hacen más eficiente la falta de opciones para quienes están en la periferia, y más aún de la periferia de la periferia. Esta opción contrasta totalmente con la de justificar la pobreza y quedar allí encerrados en un problema estructural, impuesto desde quienes tienen poder. Lo que se busca es una transformación posible de la realidad, para que se produzcan los antídotos necesarios para contrarrestar los factores de opresión y, por ende, una nueva dinámica de recursos y posibilidades.
¿Qué es la opresión? Es estar sometidos a la vejación, humillación o tiranía de alguien. Podemos pensar que la tiranía solo puede circunscribirse a países o grupos de los mismos sometidos a un gobierno o país central instituido con poder militar y geopolítico. Pero hay una arista más subliminal que es la económica y la cultural. Que penetra hasta los huesos, quebrando la voluntad y generando dominación. Los poderes comerciales y culturales se mueven sin una frontera que los limite. Generando un tipo de dominación que reafirma y trabaja obviamente para los intereses del centro, que convive con un sector de poder local que se ve beneficiado. Generando también un rechazo a lo propio, lo que da lugar al no desarrollo de lo local. La valoración de lo local como motor generador de posibilidades. Podríamos pensar desde la periferia que la culpa es nuestra, por ser subdesarrollados, perezosos y fatalistas. Pero la simple convivencia con los más desfavorecidos nos grita la verdad de que ello es consecuencia de una dominación que se produce a través de las generaciones de conquistas militares y procesos complejos culturales, económicos y políticos. Se nos manifiesta no como una frustración, sino como un estado de concientización y proximidad con la cruel realidad y su deshumanización. Nos transforma y obliga a actuar para cambiar significativamente las estructuras, quitar el velo que no nos deja ver, o mejor dicho aceptar las causas que antes bien nombramos. Cuando las personas pierden su identidad, se ven como extraños de sí mismos y de sus pares, se desmiembran, se quiebran por dentro, se inmovilizan, no por pereza sino por la misma imposibilidad de verse con capacidades de ser actores de historia de cambio. Para poder verse primero, como personas, no como manos que buscan en la basura, o como rodillas que se flexionan para humillarse, o para pedir desde la dependencia del no tener alternativas.
Es un tiempo para regenerar de un pasado de identidad común, el despertar de un nuevo espíritu sanador, para desmontar el peso de la cultura dominante, que junto con acciones motoras y reconstructoras de la conciencia humana. Donde las manos se vean como aquellas que comparten el pan con sus pares y en esa misma mesa dan lugar a aquellos que tienen menos poder. Dignificándolos, devolviéndoles una mirada reconstructora sobre sí mismos. Verse capaces de hacer historia, produciendo sus propios alimentos hasta generando tecnologías responsables. Pero para que dicho proceso suceda, es necesario crear nuevos contextos, caminar nuevos senderos propios con el acompañamiento de quien ejerce una solidaridad horizontal e igualitaria. Que sabe que da a quienes no le pueden devolver. Que no significa regalar, generar pereza, dependencia, sino ser un apoyo para caminar juntos como hermanos. ¡Uf! Parece un sueño utópico e irreal. Pero el trabajo con los marginados y pobres, y sobre nosotros mismos, nos enseña que ese es el camino posible, y nos saca del fatalismo que nos obliga a pensar que nada puede ser cambiado. Fatalismo que podríamos pensarlo de la siguiente manera: “Hoy los dioses de arriba nos tiran agua, y no podemos hacer nada para cambiar esta situación, despotricamos que está todo mal, que nada puede ser cambiado; ni intentar hacer un paragua, para evitar las consecuencias de la lluvia. Simplemente la aceptamos. En ese “nada cambia”, el que está cómodo tiene miedo a que se produzca un cambio que pueda atentar contra su condición, su estatus y la de sus jefes y patrones. La relación centro-periferia establece una relación fundamentalista, que se basa en el dogmatismo, el vivir en lo inmediato, la jerarquización, el no cuestionamiento, e impide y genera rechazo a todo pensamiento y reflexión sistémica que permita cuestionamientos. Menos aún que estos cuestionamientos surjan desde los márgenes, su convivencia y posible desarrollo.
En este punto de la reflexión voy a aprovechar a hacer dos citas del libro “ACCION E IDEOLOGIA, Psicología Social desde Centroamérica” de Martín Baró, relacionadas con la psicología social estadounidense como reflejo de la ideología del centro. En un análisis que busca analizar la pregunta: ¿qué nos integra al orden establecido?
“En otros términos, lo social debe ser visto y entendido desde lo individual. Así, buena parte de la psicología social ha bordeado continuamente el psicologismo, en el que más de un autor y un modelo cayeron plenamente”
“Todo esto resalta más la tercera constante de este período, es decir, la visión desde el poder: el presupuesto implícito es que la sociedad constituye un dato previo, un punto de partida y, como tal, no se cuestiona. Es el individuo el que debe adaptarse a la estructura social, militar o industrial, no la estructura la que debe cambiar. Lamentablemente, esta perspectiva ha permeado la mayor parte del trabajo de los psicólogos sociales, haciendo de ellos instrumentos al servicio de las necesidades del poder establecido, ayudando a cambiar al individuo, a contener su rebeldía y protesta, fortaleciendo así la estructura del sistema social capitalista, basado en la desigualdad y la explotación.”
En función de la convicción de que nada puede ser transformado para caminar hacia una sociedad equitativa, aceptamos la injusticia como algo natural. No asumir la realidad y la negación a cuestionarla, lleva a la persona a buscar cobijo para su conciencia, en no sentirse responsable. Quien está cómodo, no quiere perder su privilegio, un estado controversial dentro de la opresión en que vive. Busca impulsivamente una supuesta libertad basada en la perpetuidad de lo establecido y una pertenencia al grupo que posee el poder. En el “no puedo cambiar nada” y liberándose de la culpa, como ideal religioso opresor. Cayendo en una falta de espiritualidad reflexiva y crítica que conlleva su existencia a un mecanicismo más profundo y carente de humanidad. Se afirma: –Yo no soy culpable-, como si hubiera exclusivamente un juicio condenatorio por una ley. No, concientización y búsqueda de un actuar con justicia para transformar la realidad. Cada uno colaborando, desde sus espacios, con la convicción de estar trabajando en la conformación de otro mundo posible, justo y humano.
La transformación va abriendo brechas a nuevas formas y alternativas para crear bajo nuevas premisas posibles desde la base. Genera nuevos ambientes de regeneración de cultura, política, afectivas y tecnológicas, entre otras. En todo este contexto no puede perderse la humanización de la tecnología, aquella que no solo tiene como centro al ser humano y sus necesidades, sino que se crea con y desde las minorías sin poder. Caso contrario, recrearemos la misma tecnología opresora y dominante. Que tampoco genere consecuencias de exclusión laboral por la aplicación de las mismas en forma no responsable y por ende no afectiva con el necesitado. No podemos justificar la carencia de justicia con balances del tipo: se pierden N roles de trabajo y se generan otros M, sino la pérdida en sí misma. Si no sería lo mismo que pensar como que hacemos 100 acciones malas y las contrarrestamos con otras 100 buenas, desconociendo la injusticia de cada caso y sus consecuencias. La injusticia de mandar personas a vivir en la calle, permanecer en ellas o en una pobreza marginal y por ende en la muerte.
El progreso y la tecnología deben ser aplicados inteligentemente, con una inteligencia humana integral y que mira desde el margen. Aplicada a tiempo, y en las formas adecuadas para no convertir el progreso tecnológico en una máquina de picar carne, con una humanidad que dice: –No tengo culpa-.
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