La Navidad trasciende las fronteras de lo meramente religioso y se convierte en un momento de encuentro, de festejo, de conclusión, pero de nuevo comienzo. Podría pensarse que la Navidad es reunión, plato común, abrazo fraterno y esperanza que siempre lucha por mantenerse a flote. No todos tienen con qué, con quién y dónde reunirse y festejar, es cierto, y, a veces, tampoco hay mucho que festejar. Y, sin embargo, la Navidad se empeña en permanecer, acaso como diciéndonos algo.
La simbología de la Navidad, el nacimiento, nos empuja a pensar que la vida siempre se sobrepone: más fuerte, más débil o apenas en un hilo. Hay una pulsión de vida que sobrepuja a la pulsión de muerte. Hay un mañana, una posibilidad, una esperanza aun para los que no tienen ninguna. No esperanza en cielos y paraísos que nunca llegan, de esos que habrá que aguardar a la muerte para encontrarlos, sino esperanza de un aquí y ahora más justo, más pleno, más solidario, basado en el amor, en la comunidad, en el altruismo, en el compartir. Y ese aquí y ahora requiere de compromiso y de co-construcción con la economía de los cinco panes y dos peces que se reparten y comparten entre todos los que están, nunca con la economía que nos impone el dios mercado para el que todo es un bien transable: tanto tenés, tanto valés y si no tenés es que no te esforzaste.
Jesús, el protagonista de esta historia, no es un héroe olímpico ni un Dios guerrero como el de las civilizaciones antiguas. Jesús es un modesto campesino —acaso artesano— de una zona periférica —Galilea—, incluso de una zona marginal dentro de Galilea, Nazaret, ciudad en apariencia pobre y algo menospreciada. Curiosamente, Jesús prefirió comenzar su trabajo allí mismo, en la periferia de la periferia. Su lógica le indicaba que allí estaba su lugar: con los menos favorecidos.
Su familia había sido migrante, además, corrida de un lugar a otro por los poderes gobernantes: de Nazaret a Belén, de Belén a Egipto y luego, cuando la amenaza de Herodes y Arquelao se disipó, de vuelta a Nazaret.
Pobre y migrante, de cuna pobrísima, eligió hacer suyas las palabras que dicen que el ángel le anunció a María, su madre: ese que nacería no sería un Dios como los otros dioses. Sería un “Dios con nosotros”.
La Navidad, sea religiosa o laica, es un recordatorio de un amor capaz de hacerse uno con nosotros y con todos, y capaz de tomar una opción preferencial por los pobres y angustiados, esos a los que Jesús llamó “bienaventurados”. La bienaventuranza no es ser pobres: en la civilización del amor que Jesús tenía en su cabeza, y a la que nos invitó a coparticipar, esos pobres ya no serían pobres porque nadie, teniendo panes y peces, dejaría de compartirlos con los que no tienen nada.
La Navidad es amor y es encuentro. Pero también, y por eso mismo, es el momento indicado para ver cuántos y tantos faltan a la mesa, cuántos y tantos no tienen mesa, cuántos y tantos quedan fuera, caídos de todos los sistemas. La Navidad nos abraza, pero también nos interpela: no esperemos que la felicidad y el bienestar derramen desde las copas más llenas. Pongamos manos a la obra con lo poco o lo mucho que tengamos y así, en el partirnos y compartirnos, en el ser-con-los-otros, encontraremos el verdadero sentido desafiante que entraña este nacimiento.
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