Esta es la historia de aquel que nació predestinado con tal gracia y visión capaz de ver el centro del más lejano de los blancos. El arquero cuyas flechas nunca fallaban. Su certera puntería capturaba los cuerpos de sus presas, liberando sus almas. Sus virtudes le traían aciertos y éxitos. ¡Qué vida sin fallas se apreciaba en aquel hombre! Todo le era provisto, sin pedirlo. Nunca fue bondadoso, sus acciones lo eran. No fue criado en un circo, pero era el mejor de los equilibristas, podía caminar sobre la más delgada de las líneas, en el límite trazado por aquel que no tiene sombra. Era ladrón, podía dar sin pedir a cambio. Cuando cometía estas fechorías era astuto, borraba siempre sus pasos.
Le encantaban las largas pláticas y paseos con aquellos que amaban enseñar, para luego poderles acompañar.
Vivía cada aventura, cada torneo, cada cortejo, cada hazaña, con plenitud, gozando todas sus expresiones, las de alegría y las de tristeza.
Su amor era caridad, su virtuosidad cautivante. ¡Era tal la felicidad que él portaba! Como el más grande de los ignorantes, era alegre. No sabía quién él era.
Un día se cansó del placebo de su gloria, quiso que su vista se nublara, que sus flechas tomaran otro camino, poder errar, darse el gusto de fallar, de sentir necesidades. Por más que lo intentó, no pudo lograrlo, hasta que un día, se decidió a saber el por qué. Así conoció la pena, cuando supo quién él, era.
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