A principios del siglo XX se publicó póstumamente la obra “Curso de Lingüística general”, del lingüista suizo Ferdinand de Saussure, cuyos aportes, aun a pesar del tiempo transcurrido, nos pueden servir como disparadores de las reflexiones acerca del llamado “lenguaje inclusivo” o “lenguaje no binario”.
De Saussure advierte una diferencia entre la “lengua” y el “habla”. Para decirlo breve y claramente, la “lengua” es la de las gramáticas y los diccionarios, mientras que el “habla” es el hecho concreto de esa lengua, es decir, el uso que los hablantes realizan de esa lengua. La unidad mínima de la lengua es el signo, el cual tiene una doble articulación: significado (es decir el concepto) y significante (la unidad fónica con la que damos cuenta de ese concepto). No hay ninguna razón para que si pensamos en un mueble de cuatro patas y una tabla encima para apoyar cosas a eso lo llamemos “mesa”, dice el lingüista. El signo, para él, entonces, es arbitrario. Esta arbitrariedad, a su vez, implica dos cuestiones fundamentales: que el signo sea inmutable (nadie por propia voluntad puede imponer que a ese artefacto lo llamemos “szxcsrt” en vez de “mesa”) y a la vez es mutable, esto quiere decir que una comunidad de hablantes, espontáneamente, y de manera diacrónica (en el transcurso del tiempo) vaya cambiando los signos, por las razones que sean: o por evolución fonética (de “facer” a “hacer”), por tendencia de la lengua a eliminar los llamados “grupos cultos” (septiembre-setiembre), por necesidad de nombrar nuevas realidades (mouse, whatsapear, etc.) y otras razones que sería largo enumerar. Esta característica propia de la lengua que viene a señalar de Saussure se observa primero en el habla (que es donde se producen los cambios) y luego pasan a la lengua (en general, la Real Academia[1] cada año va reportando los “nuevos cambios” que registra el Español).
Lo que marcó muy bien de Saussure —y luego de él muchos otros perfeccionaron o discutieron dialécticamente con esta idea— es que el habla es un corpus vivo y en constante evolución y cambio. Prueben por ejemplo a leer el Quijote de Cervantes o el Lazarillo de Tormes y advertirán inmediatamente esta verdad incontrastable. Es más: presten atención a una conversación entre adolescentes actuales y notarán rápidamente que no hablan igual que nosotros, los y las adultxs y ni siquiera igual a como hablábamos en nuestra adolescencia. Que están arruinando el idioma, dirán lxs puristas. Bueno, lo mismo decían lxs puristas de antaño, cuando lxs adolescentes éramos nosotrxs.
Corolario 1: entonces, puntualicemos, partimos de esta premisa básica indiscutible: el habla cambia permanentemente como “organismo vivo” que es y por múltiples razones[2].
Tiempo después, pero todavía en el siglo XX, con John Austin, Ludwig Wittgenstein, John Searle y Paul Grice, se inaugura lo que se conoce como la perspectiva pragmática del lenguaje, para la cual el lenguaje no tiene significado en sí mismo, independiente de quienes lo utilizan y de las circunstancias en que es utilizado, sino que es el usuario el que le da el significado, tanto cuando emite los enunciados como cuando los decodifica. Esa inclusión del usuario en el análisis lingüístico es lo que se conoce como “giro lingüístico” y “dimensión pragmática” de la teoría del significado. Entre muchas cosas que vamos a, arbitrariamente, resumir en pocas palabras, lo que estos filósofos estaban advirtiendo es que no se puede separar la lengua de la situación de habla concreta, en la que intervienen propósitos, intenciones, creencias, cosmovisiones, ideologías, etc., tanto de hablantes como de oyentes que, al momento de interactuar comunicativamente, lo hacen desde un “desde”: sus propias competencias lingüísticas, sus determinaciones (psicológicas, ideológicas, sociológicas, en fin, contextuales).[3]
Así, entonces, podemos afirmar que el habla —y la lengua— no son “inocuas”, “inocentes”, “asépticas”. En todo acto de habla, en toda comunicación, hay detrás un complejo entramado contextual que surge de la cosmovisión que esa comunidad lingüística tiene y que se hace presente en las palabras, las expresiones, los enunciados, las proferencias que los y las hablantes emiten y/o reciben cuando se comunican.
Corolario 2: el lenguaje es un mediador dudoso. Es la primera herramienta de socialización, pero, mientras somos socializados primariamente por el lenguaje, con él estamos recibiendo una determinada percepción del mundo en la cual nos inscribimos y confirmamos, al convertirnos en hablantes de esa lengua que nos precede. Nos incorporamos a una larga lista “citacional”, dirá Derrida.[4]
Filósofos como Foucault, Derrida y Judith Butler, por mencionar solo a tres, trabajaron mucho las cuestiones del “poder” que, incluso, subyacen de manera opaca (y de ahí su enorme poderío) en las relaciones sociales, manifestadas por diversos dispositivos, entre los cuales podríamos situar al lenguaje. El poder se ejerce y el poder se impone. En el caso del lenguaje hay “matrices” de poder que delimitan qué puede considerarse “normal” (que cabe dentro de la “norma”) y qué no.
Es un fenómeno largamente estudiado por la filosofía, la sociología y la antropología —pero también fácilmente observable desde la praxis social— que nuestra sociedad (incluso podríamos decir “las sociedades”) son profundamente androcéntricas (falogocéntricas, dirán algunas filósofas[5]) machistas, patriarcales, misóginas, binarias, sexistas y heteronormativas y que, incluso, están atravesadas por diferentes discriminaciones: por sexo, por edad, por etnia, por situación social, por género, por preferencia sexual, por estereotipos diversos, etc.
Corolario 3: estas matrices, desde las cuales, y con las cuales aprehendemos el mundo, están presentes en el habla, incluso en la lengua prescripta por la academia. ¿Es la lengua sexista? Sí, lo es. ¿Discrimina? Sí, lo hace. ¿Cómo? A través de diversos discursos de odio o, específicamente en el caso de las mujeres y de otras minorías sexogenéricas y sexoafectivas, directamente invisibilizándolas.
Los movimientos feministas —en plural, porque no son unívocos ni todos sostienen exactamente las mismas reivindicaciones— son los primeros en advertir estas “enfermedades crónicas” del lenguaje, denunciando, además, que no hay inocencia en preservar estas estructuras, sino que ellas son funcionales a un poder hegemónico desde el cual se subalterniza a mujeres y miembrxs de la comunidad LGTTBIQ+ e, incluso, se los invisibiliza: lo que no se nombra, no existe.
Desde esta postura teórica filósofas como Monique Wittig[6] comenzaron a llamar la atención sobre la gramática explicando, por ejemplo, la utilización del masculino como “genero no marcado”, es decir, que el masculino genérico se utiliza indistintamente para mujeres y hombres. Si abrimos una reunión, solemos decir “bienvenidos” (aunque haya más mujeres que hombres), si en la escuela se llama a una reunión, se le dirá “reunión de padres”, y los ejemplos podrían multiplicarse. Dirá: “El lenguaje proyecta haces de realidad sobre el cuerpo social marcándolo y dándole forma violentamente” (Wittig, 2006, p.70). Para subsanar este problema, propone un cambio estructural de ese lenguaje que crea esas opresiones, que tenga su correlato en lo político y en lo filosófico. Su idea no es “feminizar” el lenguaje, sino hacer estallar las categorías de género en el lenguaje: “El objetivo de este enfoque no es feminizar el mundo, sino hacer que las categorías de sexo resulten obsoletas en el lenguaje” (Wittig, 2006, p112).
Corolario 4: el “lenguaje inclusivo” o “lenguaje no binario”, se propone, según nuestra apreciación, literalmente borrar las categorías de género en el lenguaje para posibilitar la emergencia de todas las disidencias. Asimismo, consideramos una vía muy productiva conceptualmente la idea de hacer estallar el género en el lenguaje como forma disruptiva de poner en cuestión el statu quo.
¿Pero qué es el “lenguaje inclusivo” o “lenguaje no binario”? Es un intento por subsanar, desde el lenguaje, las estructuras injustas enquistadas en la sociedad y perpetuadas desde el patriarcado hacia las mujeres —en un primer momento— y luego hacia todas aquellas minorías que no se reconocen dentro del par binario “mujer-hombre”. El “lenguaje inclusivo” propone visibilizar y permitir la emergencia de “lo otro” en tanto otro, de aquello que siempre existió, pero hasta el momento no fue nombrado y, por tanto, se le negó la entidad, se lo confinó al espacio de lo indecible, al submundo de la “zona de eufemismo”, a las catacumbas del no-lugar y no-ser. ¿Y cómo se intenta hacer? Suplantando la “o”/”a” (que denotan lo masculino y lo femenino) por una “x” (en sustantivos, adjetivos, pronombres y artículos siempre referidos a personas), o por una “@” o, más recientemente, por una “e”.
Corolario 5: ¿Cuál es la idea? La idea es salir de la presuposición genérica binaria (solo existen hombres y mujeres) y transitar hacia una opción de justicia genérica que incluya y abarque a mujeres, hombres y las llamadas “disidencias”.
Dicho todo esto deberíamos hacer algunas aclaraciones pertinentes que parece que algunas personas no pueden o no quieren admitir:
- Sexo es una categoría biológica.[7]
- Género es una construcción cultural alrededor del sexo: es la asignación de características y roles “correspondientes” a determinado sexo biológico, la cual conforma un imaginario social (la masculinidad y la femineidad) y un orden simbólico que mujeres y hombres sostenemos y reproducimos.
- Identidad sexual o de género: vivencia interna y subjetiva del género al que se pertenece: mujer, hombre o no binario. Puede corresponder o no con el sexo biológico. Ese “no binario”, creemos, debe ser entendido en toda su extensión. No solamente como “no-hombre” y “no-mujer”, porque de esta forma se seguirían perpetuando las categorías binarias como base. “No binario” abarca una amplia gama de expresiones que lo que tienen en común es situarse por fuera de la matriz binaria.
- Cisgénero: persona cuya identidad de género coincide con su sexo biológico. Tiene genitales masculinos y se siente hombre, tiene genitales femeninos y se siente mujer. Independientemente de su orientación sexual.
- Orientación sexual: atracción emocional, afectiva, física, erótica hacia otras personas (sean del mismo sexo o del sexo opuesto).
- Intersex: personas cuyos genitales externos e internos no se corresponden con los patrones binarios.
- Transgénero: persona que se autopercibe de forma diferente al género asignado al nacer.
- Transexuales: personas transgénero que se someten a cirugías de readaptación genérica.
- Travestis: personas transgénero cuya apariencia exterior y vestimentas no se corresponden con el género asignado al nacer.
- Intergénero: personas que rechazan toda asignación de género binario. El intergénero es un género en sí mismo.
- Queer: personas que no solamente rechazan las categorías hegemónicas binarias, sino que sostienen la posibilidad de que la “identidad” y la “orientación” no sea un elemento estanco e invariable. Incluso, es posible poner en duda que exista algo así como la “identidad”, que remite a una concepción esencialista de la que es necesario salir.
Corolario 6: existe en el mundo una amplia diversidad —que además existió siempre—. Las personas diversas (todxs lo somos) tienen (tenemos) dignidad solo por ser “persona”, y tienen (tenemos) derechos, en virtud de esa dignidad. Sin embargo, hasta hace no muchos años les fue negada la aparición en virtud de no ajustarse a la matriz y a la norma, y, por tanto, fueron reducidos a la categoría de “cuerpos abyectos” (Butler, 2002)[8], no inteligibles (Butler, 2007)[9] y, en todo caso, solo nombrados en tanto y en cuanto fueran sujeto de escarnio, y de epítetos grupales.
El lenguaje inclusivo, en todas sus formas, se hace cargo de la diversidad. Decir que la “acepta” o que “le permite” emerger y aparecer es ya un contrasentido, pues marca una asimetría de poder entre el que “acepta” y el que “es aceptado”, entre el que “permite” y el que “emerge de esa permisión”, asimetría de la cual estamos intentando salir, justamente, por medio del lenguaje “inclusivo” o “no binario”. Dicho lo cual, también debemos decir que no sabemos, por el momento, cómo decirlo de otro modo: hay ciertas tiranías sobre las que todavía estaremos luchando un buen tiempo.
La pregunta que todxs se hacen es: ¿se impondrá por fin el lenguaje inclusivo o no binario? No podemos afirmarlo. Lxs “puristas” (escondiendo los privilegios que la sociedad machista les concede) dicen que no, que de ningún modo. Apelan a la Real Academia y a argumentos que ni siquiera conocen bien. Yo sería más cauta: como dije al principio, los cambios se ven diacrónicamente, de modo que solo el tiempo lo dirá.
Sin embargo, sí voy a afirmar que el lenguaje inclusivo o no binario es un asunto de derechos humanos, de equidad y de justicia social. Incluso diré más: es un asunto de ética, que merece una discusión filosófica amplia y profunda.
Desde una postura ética de la dignidad de todas las personas solo por haber nacido, militar la causa del lenguaje inclusivo es mucho más que una moda o una contracultura juvenil: es un imperativo categórico.
Porque el mundo en el que quiero vivir es un mundo amigable, casa común, solidario, en el que nunca más nadie sea arrojadx a los márgenes de la existencia.
[1] En algún otro artículo he discutido severamente el rol de la Real Academia, pero no puedo entrar en ese detalle ahora, por razones de extensión del artículo.
[2] Antes dimos cuenta de algunas razones, pero podríamos hacer un análisis más exhaustivo sobre el que no es el caso aquí ahondar. Es un hecho muy estudiado y muy probado tanto por lingüistas como por filósofos del lenguaje.
[3] Para este punto, es interesante la postura de Kerbrat Oreccioni, modificando el esquema clásico de la comunicación formulado por Jakobson.
[4] Derrida, J. (1998). “Firma, acontecimiento, contexto”. Derrida, J. (1998). “Firma, acontecimiento, contexto”. Trad. C. González Marín en Derrida, J., Márgenes de la filosofía, Madrid: Cátedra. pp. 347-372.
[5] Irigaray, L. (2007) Espéculo de la otra mujer. Madrid: Akal
[6] Wittig, M. (2006). El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Madrid: Egales
[7] También está discutido por Judith Butler, quien afirma que el sexo siempre fue género, y, por tanto, performativo.
[8] Butler, J. (2002). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Buenos Aires: Paidós
[9] Butler, J. (2007). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós
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