Dame una “e” y moveré el mundo

Algunos apuntes sobre el “lenguaje inclusivo”

Lenguaje inclusivo

Los que trabajamos con la lengua solemos decir que el mundo modela los lenguajes. Y yo, que soy profesora de Literatura, de Filosofía y de Teología, que trabajo con y por las palabras, que corrijo textos, que doy clases, que estoy rodeada permanentemente por personas que enseñan y aprenden puedo dar fe de ello. Conforme el mundo se modifica se requieren nuevas y adecuadas palabras que nombren aquello que no existía y ahora existe: incorporamos “mouse”, “formatear”, “blogosfera”, “email”, y hasta algunas que, proviniendo del español, ahora se combinan diferente para nombrar cosas distintas, como por ejemplo “correo electrónico”. Si en la época en que caminábamos hasta el buzón rojo de la esquina nos hablaban de “correos electrónicos”, tal vez habríamos pensado en electrocutarnos al dejar caer la carta con estampillas al interior de ese cilindro con ranura.

Porque el mundo cambia, la lengua también cambia. El lenguaje es la condición de posibilidad de representación del mundo. Nuestro mundo será tan grande como nuestro lenguaje sea capaz de nombrarlo. Así, lo que no podemos nombrar no existe para nosotros.

La globalización, y la aceleración en las comunicaciones, posibilita la extensión del mundo hacia un sin-límite inimaginado. El lenguaje, en este sentido, va siempre un paso más atrás de la ampliación de nuestro mundo. Es traccionado constantemente desde una diversidad, pluralidad e inmediatez creciente, para que se ensanche y extienda a fin de nombrar lo nuevo.

“Piquete”, por ejemplo. La palabra ya existía desde el siglo XVII para nombrar a un grupo reducido de un ejército que era utilizado para tareas de imaginaria, para atender una orden urgente o para actuar como retén. Sin embargo, no es hasta finales del siglo XX que esta palabra cambia su uso en algunos contextos. Tuvo que aparecer una nueva realidad, la de protesta social, la de manifestación callejera, la de corte de ruta, para que sea necesario nombrarla. Si vamos más allá todavía, diremos que tuvo que reaparecer el desempleo, la desigualdad social, el hambre —como fenómeno de una coyuntura política— para que “piquete” pase a nombrar esa nueva realidad que buscaba ser nombrada y visibilizada.

Sí. El mundo, la realidad, modifica, moldea y hasta crea lenguaje. Es un hecho indiscutible: la realidad cambia el lenguaje.

Wittgenstein, Austin, Searle, Pierce, Saussure, Barthes, Chomsky, Coseriu y muchos otros lo vienen diciendo desde hace rato. Y cuando esto pasa, la Real Academia Española habla de “neologismos”, y dictamina qué es correcto y qué no es correcto decir en nuestra propia lengua. Aclarémoslo de una vez: la Real Academia es sólo una fabricante de diccionarios, pero nunca deberíamos darle el poder de decirnos qué existe en nuestro mundo y qué no, qué es real y qué no, y cómo decirlo. Hablando de “real”, analicemos ese pomposo título “Real Academia Española”: es “real” porque es del rey. Monárquica y absolutista. ¿Qué tiene que ver con nuestras democracias? Independicémonos de ella, tan reina y colonizadora. ¡Ah! Pero es “Academia”. La misma RAE define: “Sociedad científica, literaria o artística establecida con autoridad pública y como establecimiento docente, público o privado, de carácter profesional, artístico, técnico, o simplemente práctico, además de identificar el término con la reunión de sus componentes (los académicos) y con el edificio que la aloja”. A riesgo de ofrecer un argumento circular sólo diré: ¿Quién le dio autoridad pública a esta “academia”? Despojémosla, tiremos estos ídolos con pies de barro. Y el título se completa con “española”. “Say no more” diría Charly. Nosotros vivimos en Argentina y hablamos argentino.

Pero vayamos al punto. Dije que el mundo moldea y hasta cambia los lenguajes por pura necesidad comunicativa: nuevas cosas necesitan todos los días ser nombradas. Ahora bien, de lo que quiero hablar no es de esto, sino exactamente de lo contrario. La tesis podría resumirse así: Cambiemos el lenguaje, para cambiar el mundo.

Si es verdad que todo es texto, y vaya que yo sí creo que es así, y si el lenguaje no puede escapar a la ideologización de cualquier signo, utilizando la figura del comienzo diré sin temor a equivocarme que, así como el mundo crea lenguaje el lenguaje crea mundo. Y lo crea para bien o para mal. Sí. También es una realidad que el lenguaje performa la realidad, es decir, que el lenguaje tiene una fuerza ilocucionaria (dirán los filósofos) que le permite no solamente describir, referenciar, sino también construir, hacer. Y es un hecho indiscutible, entonces, que cambiar lenguajes puede modificar el mundo. Porque el lenguaje es la herramienta primaria de socialización, y porque el lenguaje es, también, un dispositivo más de poder, poder que permanece opaco y oculto por debajo del entramado de la constitución de la sociedad.

Vivimos en un mundo sexista, androcéntrico, machista, exitista, heteronormativo, patriarcal, discriminador, misógino, prejuicioso y despreciativo. Por nombrar sólo algunas de sus excelentes cualidades. Y nuestro lenguaje nombra eso. Le da palabra y sonido. Le otorga espesor y profundidad. Lo trae a la vida como a lázaros resurrectos.

Usamos el masculino como genérico, y cuando alguien dice “hola todos y todas” ya sale la Real Academia a decir que es incorrecto (¿Recuerdan lo que dije de la Real Academia?). ¡Hasta la biblia es machista! En el relato del milagro de los panes y peces dice que eran cinco mil, y especifica: sin contar a las mujeres y los niños (o sea, si no las y los cuentan, no existen, ¡y lo dicen explícitamente sin ponerse colorada!).

Las mujeres que gritan son “histéricas”, los hombres que gritan son firmes y se hacen valer. Las mujeres que lloran son sensibles, los hombres que lloran son putos. Las mujeres casadas son “mujeres de su casa”, los hombres casados pueden divertirse un poco. El hombre que preside es “presidente”, la mujer que preside es “presidente” (¡uy, también!).

Hace unos días leí una nota en un diario sobre dos filósofos: de él decía que era doctor en filosofía, profesor, escritor y otras cosas. De ella decía que era doctora en filosofía y lesbiana. ¿Alguien preguntó a quién amaba la filósofa? No. Pero había que decirlo. Me quejé de esa violencia del lenguaje que etiqueta a propósito lo que no cae dentro de la norma, y la filósofa me dijo que ella a sí misma se llama “lesbiana” para que no se dé por supuesta la heterosexualidad. ¡Ahí está! (salté de inmediato): esa es la violencia del lenguaje. Que se dé por sentado lo que alguien (alguna real academia) dice que es “normal”. ¿Qué es la normalidad y qué es la desviación a la normalidad? Repregunto: ¿Existe algo así como la normalidad? ¿Quién lo dice? Por acá Foucault puede venir en nuestro auxilio, explicándonos que la normalidad o lo normal no existe. Existe lo “normado”, lo sujeto a normas que primero construimos de acuerdo con matrices hegemónicas y luego internalizamos como si siempre hubieran estado “ahí”.

Ayer prendo la tele y la noticia era que un conductor alcoholizado había ocasionado un accidente. Miento. La noticia no era así. Era: “Un conductor de nacionalidad boliviana estaba alcoholizado y produjo un accidente”. ¿Por qué aclarar que era boliviano? ¿Los argentinos no se alcoholizan ni conducen borrachos? ¿Qué le agregaba la nacionalidad del conductor a la noticia?

Llego al colegio donde doy clases, era la primera vez, y me acompañan a la “Sala de profesores”. Eran todas mujeres. Voy a hacer unos trámites y me mandan al “Colegio de abogados”, caramba, mi abogadO se llama Pamela.

“Comportate como un hombre”, se le dice a los niños y jóvenes. ¿Qué es “comportarse como un hombre”? Si es algo tan bueno, ¿por qué cuando la mujer se comporta como un hombre le dicen “machona” o “tortillera”?

Desde hace unos años existe en Argentina el llamado “matrimonio igualitario”. ¿Por qué igualitario? ¿Por qué no “matrimonio” a secas? Creo que el problema pasa por “aceptar” que las parejas del mismo sexo se casen, pero remarcando que se casan “igual a nosotros”, que somos “los normales”.

Por todo lo que vengo explicando ya quedarán claras algunas verdades provisorias: que el lenguaje no es neutro, que está cargado de ideología y no de cualquier ideología, sino de aquella que es hegemónica dentro de un grupo humano, que el lenguaje “hace” y que, por hacer, también discrimina, ofende, injuria, arroja a la “zona de eufemismo” (aquello que no se “debe nombrar”), invisibiliza (porque si no se nombra no existe), y excluye de los “espacios de inteligibilidad”, como dirá Judith Butler.

Todo esto se ve de manera muy clara y manifiesta en el tratamiento que se les da a las mujeres y también a las minorías sexuales, sexoafectivas y genéricas. Me refiero, específicamente al colectivo LGTTIBQ+.

Existe una matriz binaria y heterosexual dentro de la cual el lenguaje se mueve. Esa matriz actúa como límite, frontera, “exterior constitutivo” contra el cual las identidades se performan: aquellas que se ajusten a esa matriz serán “inteligibles” para el resto y se considerarán “normales”. Las que caigan por fuera de esos límites sufrirán lo que Butler llama “dolor lingüístico”, porque no tendrán espacio para la aparición. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el habla no refleja la dominación y la discriminación, la invisibilización y el escarnio, sino que directamente lo instaura.

Ahora bien, hace no muchos años, y como consecuencia de un cada vez más importante movimiento emancipador de las mujeres (todas las mujeres, no solamente las blancas, europeas y heterosexuales sino también las negras, las pobres, las indias, las marrones y las de todas las “minorías” sexuales, las de los cuerpos no hegemónicos, etc.) y sobre todo en los grupos más jóvenes, se empezó a utilizar el llamado “lenguaje inclusivo” o “lenguaje no binario” que, con su solo superpoder de una sola letra, la “e”, ha causado una verdadera revolución epistemológica, lingüística y social.

Sea la “e”, la “x” o la “@”, el sentido fundamental de este pequeño gran cambio es visibilizar aquello que, por cuestiones de hegemonía machista, misógina, heteropatriarcal y sexista, era obligado a confinarse dentro de los límites de lo “normado”, caso contrario no podría evitar encarnar la máxima de que aquello que no se nombra, no existe.

Que el idioma español es sexista e invisibiliza a las mujeres, es un fenómeno ampliamente estudiado por los lingüistas y filósofos del lenguaje, aunque la Real Academia jure y perjure que no es así, que el masculino genérico existe desde el Indoeuropeo, que decir “todos y todas” es un desdoblamiento que atenta contra la sanidad del idioma. En fin: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”, dijo Gramsci, y no le faltaba razón.

Ahora bien, lo que las mujeres tardamos en advertir (y los-las-les jóvenes vinieron a enseñarnos), es que reclamar nuestra propia visibilización, si bien era justa y necesaria, sin embargo, no demolía el binarismo hombre-mujer. ¿Qué pasaba con todas las demás identidades y expresiones de género que no se reconocían dentro de esa matriz? ¿Qué pasaba con quienes no eran nombrados ni con la “o” (masculina) ni con la “a” (femenina)? Bueno, evidentemente los-las-les estábamos obligando a acostarse en ese lecho de Procusto del lenguaje performativo. Y como no entraban, nuestro hablar les aserraba las piernas para que entren… o la cabeza. Daño lingüístico. Dolor lingüístico. Lenguajes de odio. Cuerpos abyectos. Negativa a la aparición.

Y de esto último quiero hablar dos palabras: en una charla que di hace unos días alguien me preguntó, con gran tino, si es que no notaba que a partir del uso más extendido del lenguaje inclusivo o no binario había muchas más personas que se reconocían a sí mismas como no binarias (nombre que, por otra parte, hace unos años no existía ni en las mentes más preclaras). Y la verdad es que sí. ¿Por qué puede ser esto? ¿Es algo negativo, como dicen los detractores de siempre? La respuesta es más simple de lo que pensamos: al no tener una palabra que les nombre —un sustantivo, un artículo, un pronombre— hacíamos como que no existían, les negábamos el derecho a la aparición, los acostábamos con Procusto. Elles existían, pero preferíamos no verles. Y como les negábamos la inteligibilidad, les obligábamos a ser “ellos” o “ellas”, sin el más mínimo miramiento y sin la más mínima empatía.

La Real Academia, de pronto, tiene más fans que un club de fútbol. Mujeres y hombres que quizás ni son capaces de reconocer las mínimas leyes de la gramática de pronto son expertos en lenguajes, concordancias, sintaxis y pureza léxica. ¿Por qué? ¿Solo por malos? No. El patriarcado y el machismo se resiste a perder sus prerrogativas, su poder, su hegemonía, sus privilegios. Anuncian toda suerte de apocalipsis si por fin triunfa el lenguaje inclusivo o no binario. Que la gente se autopercibirá perro, que se casarán entre hermanos o con el elefante del zoológico, que se acabará la familia, que perderemos la civilización occidental y cristiana (si con ella llegamos a este nivel de destrucción e inhumanidad estaría siendo hora de que se acabe por fin), que la gente se hará homosexual en masa, que la agenda 2030, que la reducción de la población y que caerá un asteroide tripulado por Asterix y Obelix.

Y no.

Lo que sí puede pasar es que vayamos hacia un mundo más justo, más vivible, más respirable, más empático, con lugar para todos. Porque todos son dignos solo por haber nacido: sucede que aquellos que nos pensamos “normales” expulsamos a todo lo que no cabe en nuestros criterios de normalidad. Lo expulsamos y lo excluimos. Y por eso lo arrojamos a una vida precaria, a la vulnerabilidad, al estigma, a la etiqueta, a la discriminación.

Una “e”, parece mentira, puede empezar a cambiar el mundo.

Una “e”, parece mentira, conmueve en los cimientos toda una civilización y una sociedad machista y patriarcal de siglos.

La ética, dice Goodin, puede sustentarse en dos modelos: uno basado en las responsabilidades autoasumidas que me obliga en tanto y en cuanto yo asuma que tengo esa responsabilidad. Y esto no es malo: es necesario asumir responsabilidades en medio de una sociedad que pretendemos sea buena para todxs. El otro modelo, dice el autor, es el modelo de vulnerabilidad. Quiere decir que lo que me obliga, lo que me mueve, no es haber asumido la responsabilidad, sino que aquel/lla/lle de quien me responsabilizo es vulnerable: porque lo sea per se, o porque queda en estado de vulnerabilidad al depender de mi responsabilidad.

El lenguaje inclusivo o no binario nos desafía a la acción, no desde la obligación sino desde la vulnerabilidad de los grupos llamados minoritarios: mujeres y disidencias. Y no son minoritarios por ser menos en cantidad, sino porque tienen menos poder, padecen una asimetría de derechos, e incluso, porque ni siquiera les hemos hecho lugar en la mesa, obligándolos a ser invisibles.

El lenguaje es poderoso: trae a la vida y empuja hacia la muerte.

Y nosotros, nosotras, nosotres, nosotrxs, nosotr@s, estamos del lado de la vida.

Acerca de Eliana Valzura 5 Artículos
Lic. en Letras (UBA), Lic. en Filosofía (UNTREF), Mg. Teología (FIET/SATS). Editora y correctora literaria Directora de Ediciones Diapasón Docente y escritora.

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